martes, 1 de noviembre de 2011

"El Principito", la verdadera madurez está en el corazón.

Hoy voy a haceros una recomendación literaria, una pequeña gran joya para todo aquel interesado en aprender a VIVIR y no limitarse a existir: El Principito.
El Principito es un libro escrito con un modo infantil de ver el mundo. Y utilizo “infantil” en el mejor sentido del término, esto es,  como sinónimo de auténtico. Porque los niños son los más auténticos, siempre actúan en coherencia con lo que sienten, como les sale del alma, y por ello siempre saben lo que realmente tiene importancia. Tenemos mucho que aprender de ellos en ese sentido. Mejor dicho, y en la línea de un anuncio que está ahora de moda, os diré que los adultos tenemos mucho que desaprender.
A través de la mirada del principito entendemos lo absurdo del comportamiento adulto. Él no deja de asombrarse en todo el libro de ese esfuerzo constante por ser personas serias y hacer cosas serias. Observa como los hombres, parapetados tras lo que es “adecuado” y “maduro”, van dejando pasar las cosas verdaderamente importantes en la vida: la curiosidad, la pasión, la capacidad de maravillarse ante la propia vida.
Todo esto da mucho que pensar, vivimos en un mundo dónde madurar significa domar nuestra alma y nuestras pasiones. Ser capaz de dejar de lado aquello que nos estremece el alma por lo que es productivo, dejar de preguntarnos el por qué de las cosas y empezar a  dar por sentado que lo que no tiene respuesta no merece un segundo de nuestro preciado tiempo. Y así nos vamos creyendo más y más maduros cuanto mejor se nos da dejar de sentir, de palpitar, de emocionarnos.
Pero madurar es otra cosa, algo que el principito hubo de aprender con paciencia y tiempo.  Madurar para mí es, sobre todo, perder el egoísmo, la eterna asignatura pendiente, eso que tanto nos cuesta y convierte el mundo en una lugar lleno de inmaduros de cincuenta años. Y lo contrario del egoísmo es el amor, por ello, el mejor modo de madurar es aprender a amar. A amar el mundo maravillándonos con lo que nos rodea, a amarnos y respetarnos a nosotros mismos sin ahogar nuestra alma y a amar a los demás tal como son.
Porque El Principito también habla del amor. Él mismo reconoce que no supo amar y por ello hubo de emprender su viaje. Quería a su rosa pero ¡le costaba demasiado esfuerzo ocuparse de ella! Fue egoísta. Y así empezó a ver los defectos de la rosa, todo lo que le alejaba de ella. Porque eso es lo que hacemos cuando preferimos el egoísmo, nos focalizamos en los “defectos” de los demás, en todo lo que no se ajusta a como somos nosotros, en todo lo que puede desbaratar nuestra vida tal como es: en todo lo que pone en peligro nuestro egoísmo. Pero el principito maduró, y aprendió que precisamente todo ese “esfuerzo” que le suponía cuidar a la rosa, era lo que hacía que existiese un vínculo especial entre ellos. Así, las dos revelaciones que se le dan al principito en su búsqueda son estas:
“No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos
"El tiempo que has perdido con tu rosa es lo que la ha hecho tan importante."
Dos máximas que lo resumen todo: que lo importante sólo es visible al corazón, la razón sólo puede conducirnos a lo serio y lo adecuado, convirtiéndonos en autómatas productivos y consecuentes pero muertos por dentro. Y que si salimos de nuestro egoísmo, si como el principito abandonamos nuestro planeta conocido, comprenderemos que nada puede darnos mayor satisfacción que darnos a los demás, invertir en ellos, sin esperar que sean lo que queremos que sean, sin intentar convertirlos en nuestro reflejo, sólo amar lo que son. El día que sepamos hacer esto habremos aprendido realmente a amar  y, ¿acaso existe algo más importante que hacer con nuestra vida que aprender esta lección? Bueno, tal vez seáis de esas personas serias que tenéis cosas más serias y adecuadas que hacer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario